Rosa María Artal para "El Pais"
No, España no es Suecia. El curtido periodista Mikael Blomkvist andaría en la tesitura de eludir un ERE y a sus revelaciones se le opondrían declaraciones disolventes. Y Lisbeth Salander trabajaría de becaria, reparando ordenadores en un servicio técnico y, a lo sumo, escribiría un blog encriptado.
La trilogía Millenium, de Stieg Larsson, ha vendido en España casi tres millones de ejemplares, y, a su calor, se ha revitalizado la novela negra. Corrupciones, crímenes, abusos de poder, espionaje, todos los resortes de la sinrazón y la maldad humana, héroes justicieros agobiados de impedimentos, atrapan a un lector que vibra con sus avatares. Pues bien, lo que está sucediendo en España -desde Gürtel a Mallorca, pasando por Madrid, Valencia y los sótanos de la justicia- constituiría un éxito de ventas arrasador si fuera llevado a la ficción literaria.
La tentación de emular a Larsson asalta a cualquier escritor. No en vano, la novela negra sueca nació -ya en los años sesenta- para ejercer una crítica moral, no sólo para entretener. Obedecía -y obedece- al desacuerdo con los recortes al Estado del bienestar nórdico, ese que, ni en su perfil más empobrecido, ha llegado a conocer España. Los nórdicos poseen un poderoso espíritu ciudadano que acostumbra a denunciar las imperfecciones del sistema para corregirlas. No, España no es Suecia.
Todo argumento precisa un marco donde desarrollarse. Imaginemos, pues, un país que padeció un golpe de Estado y una feroz Guerra Civil, seguidos de 40 años de dictadura castradora. Luego, vivió una transición a la democracia como manto reparador y manta ocultadora, y una tardía explosión económica enraizada en la caspa y el fango.
La acción nos sitúa ante un enriquecimiento súbito del país en las cifras macroeconómicas y en unos cuantos bolsillos particulares. Lo posibilita una ley del suelo ultraliberalizadora, que puebla la tierra de ladrillos, arranca árboles y siembra césped artificial en lucrativos campos de golf sedientos de agua de riego y boca. Y se deslizan comisiones bajo mano a esas corporaciones públicas que recalifican suelos y autorizan obras. Amparadas en una deficiente ley de financiación de partidos y entidades locales y, especialmente, en la alabada picaresca española que todo lo perdona.
Añadamos una organización administrativa anclada casi en el siglo XIX, plagada de errores y despilfarro, y un clientelismo político de bolsa llena y manga ancha que otorga favores para cualquier posible acto ejecutivo a realizar.
Y pasemos al argumento. A un par de atildados y burdos personajes de la más tópica escenografía española -pelo engominado el uno, bigote ascendente el otro-, que, a punta de pistola o con agasajos desmedidos, corrompen -presuntamente- a unos políticos ataviados con la patente de corso de la soberbia. Automóviles de más de 30.000 euros, relojes de 2.400, maletas de Loewe, bolsos de Louis Vuitton, trajes de Milano, viajes, hoteles de lujo, juguetes para los niños, las secretarias... Y sobres, muchos sobres, morados. Y la firma del contrato al amigo generoso. Y valijas que vuelan a paraísos fiscales con más millones de los que se invierten en algunos servicios básicos. El duro trabajo que mucha gente ha entregado a los impuestos acaba en bolsillos privados.
Campañas que se presupuestan y no se realizan, fundaciones fantasma, espías... Y palacetes decorados con cariátides y angelotes. Y escobillas de váter de 300 euros. Y cuentas que se engrosan multiplicando por decenas y centenas los ingresos legalmente recibidos. Orgías de putas de alta gama e, incluso, un alcalde asesinado al albur de trapicheos urbanísticos a orillas del cálido Mediterráneo. Y parcas dimisiones. Y ni un reconocimiento de culpa política. Y la justicia enredada en las hojas de rábano de la letra de la ley o la subjetividad de los afectos.
El español degusta la trama, ofrecida con todo detalle por los medios informativos, como la ficción de una novela. Pero hay más: la corrupción compite llamando su atención -y no por casualidad- con un magistrado llevado a juicio por investigar aquel franquismo de los orígenes de la historia en su primer capítulo. Porque otro magistrado instructor -ahíto de presunta vendetta-, con el beneplácito de tribunales superiores, presta oídos a organizaciones ultraderechistas vinculadas, precisamente, a la defensa del pecado original de nuestra tierra.
Esta novela negra causa escándalo más allá de los Pirineos. Y es leída con pasión, asco y vergüenza. Nosotros cerramos el libro y lo aparcamos en la estantería. Para vivir en nuestros sueldos precarios y amenazados, en los desequilibrios sociales, en las carencias organizativas. Mikael y Lisbeth han sido anulados por el sistema y por la neolengua que trivializa información, formación y entretenimiento, para infantilizar a la sociedad y suprimir el pensamiento crítico, si algún día lo tuvimos.
Muchos españoles empiezan a soñar, sin embargo, con una cerilla y un bidón de gasolina, como gota de azahar apaciguadora de la expedita autojusticia. En esta España nuestra de relajamiento ético, ciudadanos anónimos caminan con sus historias de atropellos impunes, ideando cómo canalizar su cólera y con un mechero en el bolsillo. Ningún poder debería subestimar el hartazgo social, como ha demostrado la historia. Páginas torcidas de un libro vivido aguardan regeneración y desenlaces limpios.
No, España no es Suecia. El curtido periodista Mikael Blomkvist andaría en la tesitura de eludir un ERE y a sus revelaciones se le opondrían declaraciones disolventes. Y Lisbeth Salander trabajaría de becaria, reparando ordenadores en un servicio técnico y, a lo sumo, escribiría un blog encriptado.
La trilogía Millenium, de Stieg Larsson, ha vendido en España casi tres millones de ejemplares, y, a su calor, se ha revitalizado la novela negra. Corrupciones, crímenes, abusos de poder, espionaje, todos los resortes de la sinrazón y la maldad humana, héroes justicieros agobiados de impedimentos, atrapan a un lector que vibra con sus avatares. Pues bien, lo que está sucediendo en España -desde Gürtel a Mallorca, pasando por Madrid, Valencia y los sótanos de la justicia- constituiría un éxito de ventas arrasador si fuera llevado a la ficción literaria.
La tentación de emular a Larsson asalta a cualquier escritor. No en vano, la novela negra sueca nació -ya en los años sesenta- para ejercer una crítica moral, no sólo para entretener. Obedecía -y obedece- al desacuerdo con los recortes al Estado del bienestar nórdico, ese que, ni en su perfil más empobrecido, ha llegado a conocer España. Los nórdicos poseen un poderoso espíritu ciudadano que acostumbra a denunciar las imperfecciones del sistema para corregirlas. No, España no es Suecia.
Todo argumento precisa un marco donde desarrollarse. Imaginemos, pues, un país que padeció un golpe de Estado y una feroz Guerra Civil, seguidos de 40 años de dictadura castradora. Luego, vivió una transición a la democracia como manto reparador y manta ocultadora, y una tardía explosión económica enraizada en la caspa y el fango.
La acción nos sitúa ante un enriquecimiento súbito del país en las cifras macroeconómicas y en unos cuantos bolsillos particulares. Lo posibilita una ley del suelo ultraliberalizadora, que puebla la tierra de ladrillos, arranca árboles y siembra césped artificial en lucrativos campos de golf sedientos de agua de riego y boca. Y se deslizan comisiones bajo mano a esas corporaciones públicas que recalifican suelos y autorizan obras. Amparadas en una deficiente ley de financiación de partidos y entidades locales y, especialmente, en la alabada picaresca española que todo lo perdona.
Añadamos una organización administrativa anclada casi en el siglo XIX, plagada de errores y despilfarro, y un clientelismo político de bolsa llena y manga ancha que otorga favores para cualquier posible acto ejecutivo a realizar.
Y pasemos al argumento. A un par de atildados y burdos personajes de la más tópica escenografía española -pelo engominado el uno, bigote ascendente el otro-, que, a punta de pistola o con agasajos desmedidos, corrompen -presuntamente- a unos políticos ataviados con la patente de corso de la soberbia. Automóviles de más de 30.000 euros, relojes de 2.400, maletas de Loewe, bolsos de Louis Vuitton, trajes de Milano, viajes, hoteles de lujo, juguetes para los niños, las secretarias... Y sobres, muchos sobres, morados. Y la firma del contrato al amigo generoso. Y valijas que vuelan a paraísos fiscales con más millones de los que se invierten en algunos servicios básicos. El duro trabajo que mucha gente ha entregado a los impuestos acaba en bolsillos privados.
Campañas que se presupuestan y no se realizan, fundaciones fantasma, espías... Y palacetes decorados con cariátides y angelotes. Y escobillas de váter de 300 euros. Y cuentas que se engrosan multiplicando por decenas y centenas los ingresos legalmente recibidos. Orgías de putas de alta gama e, incluso, un alcalde asesinado al albur de trapicheos urbanísticos a orillas del cálido Mediterráneo. Y parcas dimisiones. Y ni un reconocimiento de culpa política. Y la justicia enredada en las hojas de rábano de la letra de la ley o la subjetividad de los afectos.
El español degusta la trama, ofrecida con todo detalle por los medios informativos, como la ficción de una novela. Pero hay más: la corrupción compite llamando su atención -y no por casualidad- con un magistrado llevado a juicio por investigar aquel franquismo de los orígenes de la historia en su primer capítulo. Porque otro magistrado instructor -ahíto de presunta vendetta-, con el beneplácito de tribunales superiores, presta oídos a organizaciones ultraderechistas vinculadas, precisamente, a la defensa del pecado original de nuestra tierra.
Esta novela negra causa escándalo más allá de los Pirineos. Y es leída con pasión, asco y vergüenza. Nosotros cerramos el libro y lo aparcamos en la estantería. Para vivir en nuestros sueldos precarios y amenazados, en los desequilibrios sociales, en las carencias organizativas. Mikael y Lisbeth han sido anulados por el sistema y por la neolengua que trivializa información, formación y entretenimiento, para infantilizar a la sociedad y suprimir el pensamiento crítico, si algún día lo tuvimos.
Muchos españoles empiezan a soñar, sin embargo, con una cerilla y un bidón de gasolina, como gota de azahar apaciguadora de la expedita autojusticia. En esta España nuestra de relajamiento ético, ciudadanos anónimos caminan con sus historias de atropellos impunes, ideando cómo canalizar su cólera y con un mechero en el bolsillo. Ningún poder debería subestimar el hartazgo social, como ha demostrado la historia. Páginas torcidas de un libro vivido aguardan regeneración y desenlaces limpios.
Fuente: www.elpais.com
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