Por Carlos Rivera Lugo
Según ese “pensamiento único” que el neoliberalismo nos impuso a diestra y a siniestra como interpretación “políticamente razonable” de la historia contemporánea, se conmemora en estos días el vigésimo aniversario de la demolición del funesto Muro de Berlín, símbolo de unos regímenes políticamente opresivos y económicamente agotados que también llegaron a su fin para esos días. Según uno de los intérpretes más notorios de este hecho histórico, el japonés-estadounidense Francis Fukuyama, con el llamado “colapso del comunismo” la historia de la humanidad llegaba a una estación terminal. Fiel a la sentencia filosófica hegeliana, se arribó al agotamiento histórico de la razón ideológica, cuya máxima expresión fue el socialismo real europeo, y se impuso la razón universal representada por el liberalismo político y económico.
En ese sentido, es bueno recordar el juicio emitido por el historiador británico Eric Hobsbawm: “El principal efecto de 1989 es que el capitalismo y la riqueza han dejado, por el momento, de tener miedo”. Precisamente, ese año 1989 representa la consolidación coyuntural de la contrarrevolución neoliberal iniciada en la década de los setentas, precisamente en el Chile de la dictadura sangrienta de Augusto Pinochet, para ser profundizada pocos años después por el presidente estadounidense Ronald Reagan y la primer ministro británica Margaret Thatcher.
El objetivo de la contrarrevolución neoliberal fue restaurar el poder de las elites económicas y políticas capitalistas a partir del desmantelamiento del Estado social, fuese en su forma de socialismo real o en su versión de Estado benefactor. Bajo ambas, como saldo de una lucha de clases en que los trabajadores adquirieron un poder cada vez mayor, la burguesía quiso liberar al capital de toda limitación que le fue impuesta, sobre todo a partir del compromiso de clase entre el capital y el trabajo que caracterizó este periodo histórico. A partir de 1989, la clase capitalista siente que ya ha abierto de par en par las puertas para restablecer unas condiciones de acumulación por desposesión similares a las existentes durante el periodo histórico precedente: el capitalismo salvaje. A partir de ello, escala su ofensiva de clase para subsumir la vida toda bajo los dictados del capital y cancelar los avances logrados por las clases trabajadores.
Ahora bien, es necesario aclarar que el 1989 encierra un proceso histórico mucho más profundo y amplio que no debemos ignorar a costa de que caigamos como tontos en las redes ideológicas del capital. Y es que en el fondo la crisis representada por el 1989 no es sino continuación de la iniciada en el 1968. La contrarrevolución neoliberal es, esencialmente, una respuesta a la revolución de 1968 y su subversión soñadora de unas nuevas relaciones de poder liberadoras, así como sus prácticas constitutivas de nuevos sujetos políticos portadores de subjetividades crecientemente descolonizadas y proyectos alternativos al orden civilizatorio capitalista. Incluso, en sus afanes antisistémicos la revolución del 1968 contribuyó en las siguientes dos décadas al desarrollo de movimientos, desde la sociedad civil, a favor de cambios democráticos en varios países de Europa Oriental como, por ejemplo, Checoslovaquia y Polonia.
Ya el Che Guevara lo había advertido: Los países del socialismo real reprodujeron en su seno toda la racionalidad capitalista, lo que terminaría por deslegitimarlos. El socialismo real en Europa, con su Estado fuerte y centralizado como administrador de un proceso de acumulación acelerado, nunca pudo superar esas lógicas explotadoras del capital. Sus formas ideológicas y jurídicas socialistas nunca estuvieron acompañadas, en la realidad, de la necesaria socialización y democratización de las relaciones sociales que es imperativo para el desarrollo de la sociedad comunista. Dichos regímenes pudieron alcanzar indudables logros sociales y económicos e, incluso, lograron influir, a partir del keynesianismo, en el desarrollo del Estado benefactor en el resto de Europa y en Estados Unidos. Pero tras sus éxitos materiales, se durmieron, se corrompieron y burocratizaron, perdiendo de vista el verdadero reto comunista: la construcción de una sociedad dedicada a la promoción efectiva del bien común como capacidad común de producir y reproducir lo social en plena libertad e igualdad.
Ello ha llevado a algunos pensadores marxistas contemporáneos como, por ejemplo, Antonio Negri, a sugerir el agotamiento de la idea del socialismo. Ello a partir de la pesada carga de una experiencia histórica que tiende a evidenciarla como representativa de un modelo de acumulación que, a pesar de un ideario comprometido ideológicamente con la justicia social, tiende a desenvolverse en la práctica dentro de las lógicas capitalistas de mando de la producción y del Estado. De ahí que Negri sugiera al comunismo como el verdadero carácter del “nuevo y gran ciclo de civilización” que anida más allá del capitalismo.
Por su parte, el filósofo francés Alain Badiou insiste en que no ve más ni mejor alternativa en este momento histórico que la “hipótesis comunista”. Asimismo, el conocido pensador crítico esloveno Slavoj Zizek, dice que la idea comunista es la única que merece ser pensada en estos tiempos. Enseguida advierte, sin embargo, contra toda nostalgia acerca de lo que pudo haber sido y no fue. De lo que se trata es de reinventar, radicalizar y realizar la idea del comunismo a partir de las circunstancias históricas actuales. Con éstos coincide ese genial pensador marxista boliviano, Álvaro García Linera: “El horizonte general de la época es comunista. Y ese comunismo se tendrá que construir a partir de capacidades autoorganizativas de la sociedad, de procesos de generación y distribución de riqueza comunitaria, de autogestión”.
Precisamente, el escenario donde más elocuentemente se da testimonio de ese carácter general de la época es en Nuestra América, sobre todo a partir de la crisis sistémica que demuestra hoy el capitalismo real, bajo su rostro neoliberal, a sólo veinte años de aquellos aires triunfalistas que prevalecieron entre los capitalistas a partir del 1989. Porque debemos entender que, en el fondo, el llamado colapso del socialismo real encubre otro colapso más profundo: el de la Modernidad capitalista, de la que el socialismo real fue tan sólo una versión ideológicamente diferenciada. Tal vez sus primeros y más evidentes indicios se dieron en la América nuestra.
Si en Europa la época queda simbolizada en la demolición en 1989 del Muro de Berlín, en Nuestra América queda marcada por otro acontecimiento histórico, el Caracazo, que inaugura la resistencia popular frente a ese capital que se alza triunfante en otras latitudes pero con una agenda de dominación global. Nuestro 1989 dio inicio a una era caracterizada por múltiples rebeliones civiles contra la tiranía del capital, ante los estragos sociales causados por éste y la incapacitación creciente de sus representantes políticos para someter, a las buenas o a las malas, a los pueblos nuestros a la obediencia de sus dictados.
Ya en diciembre de 1994, la insurrección zapatista en Chiapas constituyó un segundo aldabonazo para sacar a la izquierda de cierta tendencia nociva al liquidacionismo y retarla a reinventarse a partir de las nuevas circunstancias y los nuevos sujetos que, como los pueblos indígenas, afloraban por doquier desde las entrañas de la sociedad. Incluso, la Revolución cubana pudo sobrevivir heroicamente el más criminal asedio y refutar de paso a quienes les auguraban un colapso similar al vivido por sus aliados europeos. Contrario a los pregones apocalípticos, la lucha de clases no llegó a su fin, sino que sólo se repotenció ante la intensificación de las condiciones generales de explotación y exclusión propias del neoliberalismo que se nos imponía a la trágala desde los centros de poder estadounidense y europeos.
De ahí la reconfiguración política hacia la izquierda habida en la región durante los últimos veinte años. De ahí el relanzamiento de las ideas comunistas como inspiradoras de un futuro esperanzador, firmemente anclado en el desarrollo de una democracia absoluta, más que en la evocación de un pasado turbio de estreñidas “democracias” liberales o controvertibles dictaduras del proletariado.
Precisamente, en estos días la BBC realizó una encuesta entre miles de personas a través de 27 países en la que el 89 por ciento expresó un fuerte rechazo al capitalismo. Según la BBC, la consulta de opinión demuele en ese sentido la tesis tan publicitada de Fukuyama sobre el triunfo definitivo del capitalismo. Contrario a los febriles augurios de aquellos aciagos días, se ha confirmado al cabo de estas últimas dos décadas que la posibilidad de la felicidad social no anida definitivamente en el capitalismo.
En ese sentido, es bueno recordar el juicio emitido por el historiador británico Eric Hobsbawm: “El principal efecto de 1989 es que el capitalismo y la riqueza han dejado, por el momento, de tener miedo”. Precisamente, ese año 1989 representa la consolidación coyuntural de la contrarrevolución neoliberal iniciada en la década de los setentas, precisamente en el Chile de la dictadura sangrienta de Augusto Pinochet, para ser profundizada pocos años después por el presidente estadounidense Ronald Reagan y la primer ministro británica Margaret Thatcher.
El objetivo de la contrarrevolución neoliberal fue restaurar el poder de las elites económicas y políticas capitalistas a partir del desmantelamiento del Estado social, fuese en su forma de socialismo real o en su versión de Estado benefactor. Bajo ambas, como saldo de una lucha de clases en que los trabajadores adquirieron un poder cada vez mayor, la burguesía quiso liberar al capital de toda limitación que le fue impuesta, sobre todo a partir del compromiso de clase entre el capital y el trabajo que caracterizó este periodo histórico. A partir de 1989, la clase capitalista siente que ya ha abierto de par en par las puertas para restablecer unas condiciones de acumulación por desposesión similares a las existentes durante el periodo histórico precedente: el capitalismo salvaje. A partir de ello, escala su ofensiva de clase para subsumir la vida toda bajo los dictados del capital y cancelar los avances logrados por las clases trabajadores.
Ahora bien, es necesario aclarar que el 1989 encierra un proceso histórico mucho más profundo y amplio que no debemos ignorar a costa de que caigamos como tontos en las redes ideológicas del capital. Y es que en el fondo la crisis representada por el 1989 no es sino continuación de la iniciada en el 1968. La contrarrevolución neoliberal es, esencialmente, una respuesta a la revolución de 1968 y su subversión soñadora de unas nuevas relaciones de poder liberadoras, así como sus prácticas constitutivas de nuevos sujetos políticos portadores de subjetividades crecientemente descolonizadas y proyectos alternativos al orden civilizatorio capitalista. Incluso, en sus afanes antisistémicos la revolución del 1968 contribuyó en las siguientes dos décadas al desarrollo de movimientos, desde la sociedad civil, a favor de cambios democráticos en varios países de Europa Oriental como, por ejemplo, Checoslovaquia y Polonia.
Ya el Che Guevara lo había advertido: Los países del socialismo real reprodujeron en su seno toda la racionalidad capitalista, lo que terminaría por deslegitimarlos. El socialismo real en Europa, con su Estado fuerte y centralizado como administrador de un proceso de acumulación acelerado, nunca pudo superar esas lógicas explotadoras del capital. Sus formas ideológicas y jurídicas socialistas nunca estuvieron acompañadas, en la realidad, de la necesaria socialización y democratización de las relaciones sociales que es imperativo para el desarrollo de la sociedad comunista. Dichos regímenes pudieron alcanzar indudables logros sociales y económicos e, incluso, lograron influir, a partir del keynesianismo, en el desarrollo del Estado benefactor en el resto de Europa y en Estados Unidos. Pero tras sus éxitos materiales, se durmieron, se corrompieron y burocratizaron, perdiendo de vista el verdadero reto comunista: la construcción de una sociedad dedicada a la promoción efectiva del bien común como capacidad común de producir y reproducir lo social en plena libertad e igualdad.
Ello ha llevado a algunos pensadores marxistas contemporáneos como, por ejemplo, Antonio Negri, a sugerir el agotamiento de la idea del socialismo. Ello a partir de la pesada carga de una experiencia histórica que tiende a evidenciarla como representativa de un modelo de acumulación que, a pesar de un ideario comprometido ideológicamente con la justicia social, tiende a desenvolverse en la práctica dentro de las lógicas capitalistas de mando de la producción y del Estado. De ahí que Negri sugiera al comunismo como el verdadero carácter del “nuevo y gran ciclo de civilización” que anida más allá del capitalismo.
Por su parte, el filósofo francés Alain Badiou insiste en que no ve más ni mejor alternativa en este momento histórico que la “hipótesis comunista”. Asimismo, el conocido pensador crítico esloveno Slavoj Zizek, dice que la idea comunista es la única que merece ser pensada en estos tiempos. Enseguida advierte, sin embargo, contra toda nostalgia acerca de lo que pudo haber sido y no fue. De lo que se trata es de reinventar, radicalizar y realizar la idea del comunismo a partir de las circunstancias históricas actuales. Con éstos coincide ese genial pensador marxista boliviano, Álvaro García Linera: “El horizonte general de la época es comunista. Y ese comunismo se tendrá que construir a partir de capacidades autoorganizativas de la sociedad, de procesos de generación y distribución de riqueza comunitaria, de autogestión”.
Precisamente, el escenario donde más elocuentemente se da testimonio de ese carácter general de la época es en Nuestra América, sobre todo a partir de la crisis sistémica que demuestra hoy el capitalismo real, bajo su rostro neoliberal, a sólo veinte años de aquellos aires triunfalistas que prevalecieron entre los capitalistas a partir del 1989. Porque debemos entender que, en el fondo, el llamado colapso del socialismo real encubre otro colapso más profundo: el de la Modernidad capitalista, de la que el socialismo real fue tan sólo una versión ideológicamente diferenciada. Tal vez sus primeros y más evidentes indicios se dieron en la América nuestra.
Si en Europa la época queda simbolizada en la demolición en 1989 del Muro de Berlín, en Nuestra América queda marcada por otro acontecimiento histórico, el Caracazo, que inaugura la resistencia popular frente a ese capital que se alza triunfante en otras latitudes pero con una agenda de dominación global. Nuestro 1989 dio inicio a una era caracterizada por múltiples rebeliones civiles contra la tiranía del capital, ante los estragos sociales causados por éste y la incapacitación creciente de sus representantes políticos para someter, a las buenas o a las malas, a los pueblos nuestros a la obediencia de sus dictados.
Ya en diciembre de 1994, la insurrección zapatista en Chiapas constituyó un segundo aldabonazo para sacar a la izquierda de cierta tendencia nociva al liquidacionismo y retarla a reinventarse a partir de las nuevas circunstancias y los nuevos sujetos que, como los pueblos indígenas, afloraban por doquier desde las entrañas de la sociedad. Incluso, la Revolución cubana pudo sobrevivir heroicamente el más criminal asedio y refutar de paso a quienes les auguraban un colapso similar al vivido por sus aliados europeos. Contrario a los pregones apocalípticos, la lucha de clases no llegó a su fin, sino que sólo se repotenció ante la intensificación de las condiciones generales de explotación y exclusión propias del neoliberalismo que se nos imponía a la trágala desde los centros de poder estadounidense y europeos.
De ahí la reconfiguración política hacia la izquierda habida en la región durante los últimos veinte años. De ahí el relanzamiento de las ideas comunistas como inspiradoras de un futuro esperanzador, firmemente anclado en el desarrollo de una democracia absoluta, más que en la evocación de un pasado turbio de estreñidas “democracias” liberales o controvertibles dictaduras del proletariado.
Precisamente, en estos días la BBC realizó una encuesta entre miles de personas a través de 27 países en la que el 89 por ciento expresó un fuerte rechazo al capitalismo. Según la BBC, la consulta de opinión demuele en ese sentido la tesis tan publicitada de Fukuyama sobre el triunfo definitivo del capitalismo. Contrario a los febriles augurios de aquellos aciagos días, se ha confirmado al cabo de estas últimas dos décadas que la posibilidad de la felicidad social no anida definitivamente en el capitalismo.
El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, colaborador permanente y miembro de la Junta de Directores del semanario puertorriqueño Claridad .
1 comentario:
Total y absolutamente de acuerdo con el compañero Carlos, el capitalismo ha demostrado con creces su incapacidad para garantizar la felicidad social al pueblo, y el socialismo real ha acabado siempre por burocretizarse y bajo unos parámetros de mayor justicia social ha reproducido los mecanismos de gobierno estatales y económicos propios del capitalismo. La solución y el futuro está en el Comunismo. Magnífico artículo.
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